Por el Fraternal Guillermo Wiede (Interno 1952 - 1956)
Lo ví una tarde, por primera vez. No sabía entonces que iba a verlo todas las tardes durante cinco años.
-Perdone- dije a algún mayor, con mi curiosidads insaciable, quizás al mismísimo celador de guardia. –Este señor ¿quién es?-
-Este señor -me respondió- es el mejor amigo de los fraternales. Es enfermero, sabe de todo...Pero también es nuestro entrenador de básket y el Director Técnico de Estudiantil Fraternal, nuestro club
deportivo, donde usted pronto va a jugar.
¿Yoooo?- dije con una mezcla de terror y de entusiasmo.
-Por supuesto, ¿acaso es manco usted, rengo, o tiene alguna enfermedad? A no ser que uno sea enfermo o muy inútil, todos jugamos en Estudiantil.
Me rasqué la cabeza. No estaba seguro de no ser un inútil, aunque...enfermo, no era.
Don Florencio López, alias El Negro, sumó su mano a la mía sobre mi cabeza. –Y vos, ¿de dónde sos?
-Correntino- dije, - de Curuzú Cuatiá.
Para mi sorpresa, él también era correntino, creo que de otro lugar, que nunca llegué a saber por esa displiscencia de los adolecentes frente a las maravillosas coincidencias de este mundo.
Desde entonces, todas las tardecitas venía a nuestra casona, entraba su bicicleta negra y la instalaba cerca de la vice-dirección, para preguntar enseguida por algún compañero enfermo, accidentado, precisado de inyecciones, de masajes, de entablillado, vendaje, alguna frotación con linimento y hasta una reprobación afectuosa y bien fundada, por un exceso de ejercicio, de carrera, de juego de básket excesivo, y así sustentaba, sin alardes, su condición de hermano mayor, basada en la absoluta falta de autoridad y en el mayor de los desprendimientos materiales y morales.
Al poco tiempo, me enteré de que en su casa de aquella calle inolvidable que bajaba al río, reunía todos los domingos a los fraternales que cumplían años en el mes correspondiente, y junto a su querida y dulce esposa Ester, ofrecía prácticas de danzas folclóricas, junto a substanciosos locros y empanadas.
Para muchos fue la zamba, el bailecito, la cueca, el gato, la chacarera.
Yo me disculpé: -Yo no sé bailar estas cosas...Florencio, Negro, yo soy correntino, sé bailar chamamé-. Por entonces yo sacaba a relucir orgullosamente haber ganado un concurso de baile en mi pueblo con una compañerita de escuela, a los once años.
Con esto pensé haberme liberado de toda forma de baile criollo. Pero para mi sorpresa, Florencio López me dijo: -Ajá. Y a ver ¿cómo bailás el chamamé? Y hasta creo que me hizo bailar con su esposa, para enseguida mostrarme un dedo negativo que reprobaba mi errónea coreografía. –Así no se baila el chamamé- dijo, y tomó a Ester mientras daba indicaciones sobre pasos, forma de recorrer la pista, siempre en círculo sin atravesarla nunca, y el sutil hamaqueo o mecimiento de la compañera, sin exageración ni alardes; y cuando era posible zapatear, si se sabe hacer....
Antes de nuestros partidos de basket aparecía con una parva de camisetas, que nunca supimos de dónde ni cómo las obtenía. Pero nuestros equipos siempre lucieron con decoro gracias a su preocupación y provisión, que junto con sus enseñanzas y su guía y su aliento permanente, nunca faltaron para nuestro querido Estudiantil Fraternal.
Era, sin duda, el hombre más generoso que algunos de nosotros pudimos conocer. Por eso Jorge Enrique Martí lo inmortalizó en los versos de “Mocedad” (Antigua Luz) con definición poética y certera: “Florencio López, de la mano abierta...”
Tuve ocasión de comprobarlo en forma personal: Hacia el final de mis años fraternales y teniendo que entregar la caja y las cuentas de la Sociedad Protectora Fraternal a quien proseguiría mis funciones de presidente, comprobé con estupor que las cuentas arrojaban un faltante, no escaso para nuestros menguados ingresos. Recuerdo que eran algo así como cincuenta pesos (m/n), poco menos que mi sueldo de celador ($ 75.-). Con gran vergüenza y resignada cabeza gacha, y creo que llorando, le pedí a Florencio López esa cantidad, ya que era impensable pédir una contribución a los compañeros desprestigiándome con una imputación fácil de “desfalco”. Yo no me creía tan culpable, pero sí responsable, y, en todo caso, me justificaba cobardemente recordando que la materia Contabilidad (3er.año) nunca había sido mi fuerte ni de mi gusto. El Negro López me dió el dinero, me miró a los ojos, suspiró; pensé que se había desilusionado totalmente de mí. Pero no fue así: su mano seguía abierta, junto con su corazón, y su espíritu y sus sentimientos eran tan puros como la blancura de su casaca-guardapolvo blanco, brillan como un ángel sobre su bicicleta negra.-
Lo ví una tarde, por primera vez. No sabía entonces que iba a verlo todas las tardes durante cinco años.
-Perdone- dije a algún mayor, con mi curiosidads insaciable, quizás al mismísimo celador de guardia. –Este señor ¿quién es?-
-Este señor -me respondió- es el mejor amigo de los fraternales. Es enfermero, sabe de todo...Pero también es nuestro entrenador de básket y el Director Técnico de Estudiantil Fraternal, nuestro club
deportivo, donde usted pronto va a jugar.
¿Yoooo?- dije con una mezcla de terror y de entusiasmo.
-Por supuesto, ¿acaso es manco usted, rengo, o tiene alguna enfermedad? A no ser que uno sea enfermo o muy inútil, todos jugamos en Estudiantil.
Me rasqué la cabeza. No estaba seguro de no ser un inútil, aunque...enfermo, no era.
Don Florencio López, alias El Negro, sumó su mano a la mía sobre mi cabeza. –Y vos, ¿de dónde sos?
-Correntino- dije, - de Curuzú Cuatiá.
Para mi sorpresa, él también era correntino, creo que de otro lugar, que nunca llegué a saber por esa displiscencia de los adolecentes frente a las maravillosas coincidencias de este mundo.
Desde entonces, todas las tardecitas venía a nuestra casona, entraba su bicicleta negra y la instalaba cerca de la vice-dirección, para preguntar enseguida por algún compañero enfermo, accidentado, precisado de inyecciones, de masajes, de entablillado, vendaje, alguna frotación con linimento y hasta una reprobación afectuosa y bien fundada, por un exceso de ejercicio, de carrera, de juego de básket excesivo, y así sustentaba, sin alardes, su condición de hermano mayor, basada en la absoluta falta de autoridad y en el mayor de los desprendimientos materiales y morales.
Al poco tiempo, me enteré de que en su casa de aquella calle inolvidable que bajaba al río, reunía todos los domingos a los fraternales que cumplían años en el mes correspondiente, y junto a su querida y dulce esposa Ester, ofrecía prácticas de danzas folclóricas, junto a substanciosos locros y empanadas.
Para muchos fue la zamba, el bailecito, la cueca, el gato, la chacarera.
Yo me disculpé: -Yo no sé bailar estas cosas...Florencio, Negro, yo soy correntino, sé bailar chamamé-. Por entonces yo sacaba a relucir orgullosamente haber ganado un concurso de baile en mi pueblo con una compañerita de escuela, a los once años.
Con esto pensé haberme liberado de toda forma de baile criollo. Pero para mi sorpresa, Florencio López me dijo: -Ajá. Y a ver ¿cómo bailás el chamamé? Y hasta creo que me hizo bailar con su esposa, para enseguida mostrarme un dedo negativo que reprobaba mi errónea coreografía. –Así no se baila el chamamé- dijo, y tomó a Ester mientras daba indicaciones sobre pasos, forma de recorrer la pista, siempre en círculo sin atravesarla nunca, y el sutil hamaqueo o mecimiento de la compañera, sin exageración ni alardes; y cuando era posible zapatear, si se sabe hacer....
Antes de nuestros partidos de basket aparecía con una parva de camisetas, que nunca supimos de dónde ni cómo las obtenía. Pero nuestros equipos siempre lucieron con decoro gracias a su preocupación y provisión, que junto con sus enseñanzas y su guía y su aliento permanente, nunca faltaron para nuestro querido Estudiantil Fraternal.
Era, sin duda, el hombre más generoso que algunos de nosotros pudimos conocer. Por eso Jorge Enrique Martí lo inmortalizó en los versos de “Mocedad” (Antigua Luz) con definición poética y certera: “Florencio López, de la mano abierta...”
Tuve ocasión de comprobarlo en forma personal: Hacia el final de mis años fraternales y teniendo que entregar la caja y las cuentas de la Sociedad Protectora Fraternal a quien proseguiría mis funciones de presidente, comprobé con estupor que las cuentas arrojaban un faltante, no escaso para nuestros menguados ingresos. Recuerdo que eran algo así como cincuenta pesos (m/n), poco menos que mi sueldo de celador ($ 75.-). Con gran vergüenza y resignada cabeza gacha, y creo que llorando, le pedí a Florencio López esa cantidad, ya que era impensable pédir una contribución a los compañeros desprestigiándome con una imputación fácil de “desfalco”. Yo no me creía tan culpable, pero sí responsable, y, en todo caso, me justificaba cobardemente recordando que la materia Contabilidad (3er.año) nunca había sido mi fuerte ni de mi gusto. El Negro López me dió el dinero, me miró a los ojos, suspiró; pensé que se había desilusionado totalmente de mí. Pero no fue así: su mano seguía abierta, junto con su corazón, y su espíritu y sus sentimientos eran tan puros como la blancura de su casaca-guardapolvo blanco, brillan como un ángel sobre su bicicleta negra.-
No hay comentarios.:
Publicar un comentario