Lo conocí en el verano de 1947, caminando de los 10 a los 11 años, tres antes de tomar la condición civil de fraternal.
Había venido de Buenos Aires a Uruguay a pasar las vacaciones, y me hospedaba en la casa de don Antonio Gondell, mi tío y “fraternal del corazón”, cuidador empeñoso e insobornable como ecónomo y tesorero de La Fraternidad, de todas las panzas y bolsillos escuálidos de los internos sin pericia.
Estaba como digo, en casa de don Antonio, cuando de improviso y en pleno enero se llegaron hasta mi sin ser conocidas ni invitadas, las temibles paperas.
Por aquellos años este problema glandular se las traía, se debía ser sumamente cuidadoso para que el mal se limitara a hinchar la cara como un globo y desistiera de “bajar” a zona pudenta y armar delicados zafarranchos reproductivos.
-Nada de andar haciendo diabluras m´hijo; tenés que quedarte quietito y dejar que la pelota de goma, por supuesto, descanse sin agitánese en el cajón de los juguetes.
Pero los consejos a los 10 años son una caterva desgraciada y deplorable y ¡zás!, la papera “bajó”. De inmediato el médico indicó la terapia milagrosa, la panacea absoluta por aquellos remotos tiempos: penicilina.
Así fue que conocí a “El Negro” López. Llegaba cada tarde con su chaqueta blanca, su piel correntina, su maletín y su seguridad protectora.
Le tenía por entonces a las inyecciones el mismo terror que les tengo ahora. Florencio lo vio en mis ojos el primer día y, agenciado seguramente por papá o el tío, me dijo con voz segura y calma mientras esgrimía la mefistofélica herramienta:
-Para ser fraternal se debe ser aguantador y valiente.
Pasaron los tres años y tome como decía, mi condición civil concluyente de fraternal, y lo volví a ver.
Florencio no se valió de conocimientos previos y me trató como si ese día de marzo de 1950 marcara el inicio de nuestras relaciones. Fue bueno este gesto, porque indicó que para él un fraternal no debía ser distinto a otro fraternal más allá de sus maneras de hablar.
Florencio me impresionaba, su cabello y su bigote retintos como boca e´lobo, su brazo fuerte con su color de oro y cobre, su chaqueta más alba que la nieve que yo imaginaba sin conocerla. “El Negro López” daba la impresión de dedicarse a entrar cada dos horas a una sala de asepsia inflexible. ¡Yo me bañaba con tenacidad pero no quedaba como quedaba Florencio saliendo de su sala!.
López era en la Frater, enfermero, entrenador deportivo y especialmente, un referente que hablaba lo necesario y que prefería escuchar.
Era uno de sus placeres, el ir invitando en pequeños grupos a los fraternales más adelantados en edad, a su casa de la calle Mitre. Nos hacía preparar un asado por un gaucho inolvidable que “El Negro” conservaba como ayudante, don Presentado, y nos cautivaba con música “nativa” como él la llamaba, mucho chamamé y chacareras.
Recuerdo a su señora más dulce que el aguaí, deleitándose con nuestro parloteo, con el bailar del gran cuchillo “menestral” de don Presentado, y con la diligencia musical y paternal de ese marido suyo nacido en el Taragïí.
Florencio sabia de mi afición por el tango gracias a la misión que Jorge Enrique Martí, enamorado este de Osvaldo Pugliese, me encomendara al depositar en mis manos tres o cuatro álbumes de su orquesta. La orden era que yo debía pasar los discos por el sistema de altoparlantes que se había montado en el pasillo de la Protectora y en la galería del comedor y que oficiaban, principalmente la segunda, como pistas de baile.
Martí había movido peligrosamente su bigote recordando el severo cuidado que debía emplear con sus discos: nada de dedos en los surcos, nada de púas en mal estado, nada de mover a la bartola las fundas poniendo en peligro las delicadas pastas. ¡Debía hacer brillar esos tangos del “Maestro” inundando el orbe con sus compases!.
Como comentario, diré que en la galería del comedor, el “Pichai”, por su cabello ensortijado, Bouyrie me enseñó a bailar.
Así que “El Negro” López sabía de mi alma arrabalera y lo masticaba en silencio hasta que un día, mientras cantábamos como podíamos un chamamé bien maceta y veíamos brillar el cuchillo diligente de don Presentado me lo dijo.
-Che, hace tiempo que se lo quería decir: por qué no se deja de gastar discos de tangos y se dedica a escuchar música de su tierra – le brillaron los ojos a Florencio López - ¡Esto sí que es música argentina; véngase para este lado!.
Estoy seguro que “El Negro” López,, el primero que me pinchó con penicilina, estará leyendo esta Evocación, pienso, gracias a un catalejo que le ha prestado Berón de Astrada.
Si, don Florencio, me sigue gustando el tango como siempre, pero me emociono con los chamamés y con las zambas y cada vez que escucho música del litoral, siempre, como un rito, me acuerdo de usted.
No estoy seguro pero malicio, que en aquellas inyecciones, convertido usted en una especie de “añá”, me inoculó el “payé” para que amara hasta el fin a mi tierra, mientras me decía alentándome:
-“Para ser fraternal se debe ser aguantador y valiente”.
7 de abril de 2008, en Buenos Aires.
Carlos Horacio Bruzera.
El Centro Maxit agradece al confraterno Carlos Bruzera el envío del artículo transcripto.
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