20 de Junio - Día de la Bandera Argentina

viernes, 7 de octubre de 2011

Rv: Discurso de SS BXVI. (sobre el Derecho)

 Agradecemos al distinguido Fraternal, Dr. Raúl Elías Bard el envío del discurso que publicamos.
Centro de ex Internos Fraternales "Dr. Ernesto A. Maxit"
Concepción del Uruguay (Entre Ríos)

"No permitir que "La Fraternidad" nuestra sea disminuida, desviada, adulterada, es algo que debemos defender como a una bandera en peligro..." (Luís Doello Jurado)


----- Mensaje reenviado -----
De: Estudio Bard
Para: ernestomaxit@yahoo.com.ar
Enviado: jueves, 6 de octubre de 2011 17:05
Asunto: Discurso de SS BXVI. (sobre el Derecho)


Estimados Confraternos:
                                    Les remito al pie del presente el discurso pronunciado hace unos días por S.S. Benedicto XVI en Alemania y que - mas allá de las creencias religiosas de cada uno - considero oportuno compartirlo con uds. pues creo que es de mucha utilidad su lectura, en especial para aquellos vinculados al derecho o a la política.
                    Cordialmente
                         Raúl E.A. Bard

  

Señora Canciller Federal
Señor Presidente del Bundestag
Señoras y Señores

Es para mi un honor y una alegría hablar ante está Cámara alta, ante el
Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del
pueblo, elegida democráticamente, para trabajar por el bien común de la
República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag
su invitación a tener este discurso, así como también sus gentiles palabras
de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en esté momento
a ustedes, estimados señores y señoras, ciertamente también como un
connacional que está vinculado de por vida, por sus orígenes, y sigue con
particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la
invitación a tener este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto
Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos
católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la
Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los
Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles
algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho
con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de
los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su
entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este
importante momento? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los
enemigos? Nada pide de todo esto. Suplica en cambio: "Concede a tu siervo un
corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y
mal" (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que debe ser
importante en definitiva para un político. Su criterio último y la
motivación para su trabajo como político no debe ser el éxito y mucho menos
el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y
crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político
buscará el éxito, que de por sí le abre la posibilidad a la actividad
política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la
justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del
derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la
puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia.
"Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de
bandidos?", dijo en cierta ocasión San Agustín1. Nosotros, los alemanes,
sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos
experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra el
derecho; cómo se ha pisoteado el derecho, de manera que el Estado se
convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó
en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el
mundo entero y empujarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y
combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental
del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un
poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo
particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo.
Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y
privar de su humanidad a otros seres humanos que sean hombres. ¿Cómo podemos
reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal,
entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición
salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra
también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el
criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente
que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego
la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no
basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe
buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo
Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados
ordenamientos jurídicos en vigor: "Si uno se encontrara entre los escitas,
cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre
ellos., con razón formaría por amor a la verdad, que, para los escitas, es
ilegalidad, alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos
tienen por ley."2

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia han actuado
contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así
un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de
modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia.
Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la
cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es
verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno
evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas
fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo
se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la
justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y
hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades,
dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos
jurídicos han estado casi siempre motivados en modo religioso: sobre la base
de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre
los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo
nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un
ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha referido
a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha
referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin
embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de
Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y
jurídico que se había formado en el siglo II a. C. En la primera mitad del
siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural
social desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del
derecho romano3. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que
ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura
jurídica de la humanidad. A partir de este vínculo precristiano entre
derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media
cristiana, al desarrollo jurídico del Iluminismo, hasta la Declaración de
los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que
nuestro pueblo reconoció en 1949 "los inviolables e inalienables derechos
del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la
justicia en el mundo".

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha
sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el
derecho religioso, requerido de la fe en la divinidad, y se hayan puesto de
parte de la filosofía, reconociendo la razón y la naturaleza en su mutua
relación como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado
ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: "Cuando los paganos,
que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias
de la ley, ellos. son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen
escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio
de su conciencia." (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales
de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el
"corazón dócil" de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con
esto, hasta la época del Iluminismo, de la Declaración de los Derechos
humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de
nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación
parecía clara, en el último medio siglo se dio un cambio dramático de la
situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina
católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del
ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del
término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es
fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe
un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se
trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es
la concepción positivista, adoptada hoy casi generalmente, de naturaleza y
razón. Si se considera la naturaleza - con palabras de Hans Kelsen - "un
conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y
efectos", entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación
que sea de modo algúno de carácter ético.4 Una concepción positivista de la
naturaleza, que comprende la naturaleza en modo puramente funcional, como
las ciencias naturales la explican, no puede crear ningún puente hacia el
Ethos y el derecho, sino suscitar nuevamente sólo respuestas funcionales.
Sin embargo, lo mismo vale también para la razón en una visión positivista,
que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que
no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido
estricto. Por eso, el ethos y la religión se deben reducir al ámbito de lo
subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en sentido estricto de la
palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista - y este es
en gran parte el caso de nuestra conciencia pública - las fuentes clásicas
de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una
situación dramática que interesa a todos y sobre la cual es necesaria una
discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar
urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del
mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la
capacidad humana, a la cual de modo alguno debemos renunciar en ningún caso.
Pero ella misma, en su conjunto, no es una cultura que corresponda y sea
suficiente al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista se
retiene como la única cultura suficiente, relegando todas las otras
realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre,
más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa,
donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo
como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho,
mientras que todas las otras convicciones y los otros valores de nuestra
cultura quedan reducidos al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa,
ante otras culturas del mundo, en una condición de falta de cultura y se
suscitan, al mismo tiempo, corrientes extremistas y radicales. La razón
positivista, que se presenta de modo exclusivista y que no es capaz de
percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de
cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por
nosotros mismos, y sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios.
Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos
en secreto igualmente a los "recursos" de Dios, que transformamos en
productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver
nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar
todo esto de modo justo.

Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada a la
inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su
grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer
nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones?
Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando no ser
demasiado malentendido ni suscitar excesivas polémicas unilaterales. Diría
que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir
de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y
es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede
ignorar ni relegar, porque se percibe en él demasiada irracionalidad. Gente
joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía
algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para
nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros
debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda por un
determinado partido político, nada me es más lejano de eso. Cuando en
nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos
reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a
volver sobre la cuestión sobre los fundamentos de nuestra propia cultura.
Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de
la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la
naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar
todavía seriamente un punto que, tanto hoy como ayer, se ha olvidado
demasiado: existe también la ecología del hombre. También el hombre posee
una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo
arbitrariamente. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por
sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero
también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza, la
respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo.
Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales
habíamos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, a la
edad de 84 años - en 1965 - abandonó el dualismo de ser y de deber ser.
Había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En
consecuencia, la naturaleza podría contener en sí normas sólo si una
voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Esto, por otra parte,
supondría un Dios creador, cuya voluntad ha entrado en la naturaleza.
"Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vana", afirma a
este respecto.5 ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece
verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se
manifiesta en la naturaleza no presuponga una razón creativa, un Creator
Spiritus?

A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de
Europa. Sobre la base de la convicción sobre la existencia de un Dios
creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de
la igualdad de todos los hombres ante la ley, la consciencia de la
inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de
la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la
razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como
mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la
privaría de su totalidad. La cultura de Europa nació del encuentro entre
Jerusalén, Atenas y Roma - del encuentro entre la fe en el Dios de Israel,
la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este
triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de
la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad
inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los
criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento
histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que
pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese
formular una petición? ¿Qué pediríamos? En último término, pienso que,
también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la
capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero
derecho, de servir a la justicia y la paz. Gracias por su atención.

_______________________
1 De civitate Dei, IV, 4, 1.

2 Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und
Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En:
Theol. Phil. 81 (2006) 321 - 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger,
Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg - München
1971) 60.

3 Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer
menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 - 61.

4 Waldstein, op. cit. 15-21.

5 Citado según Waldstein, op. cit. 19.






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