Después de cinco días de lluvia ininterrumpida, ese 21 de
septiembre de 1866, al sur del Paraguay, a escasa distancia del río, había
escampado.
Desde la avanzada de Curuzú, la trinchera tremenda se
asomó entonces, mostrando el escenario donde ocurriría el “Asalto a Curupaytí”,
la derrota más gloriosa y más sangrienta de las armas argentinas en toda su
historia.´
En las líneas argentinas, las vísperas se cubrieron de
mortales presagios: El coronel Manuel Roseti manifestaba en su carpa a varios
oficiales: Compañeros, mañana vamos a ser
derrotados. Los paraguayos están fuertemente atrincherados. Tengo el
presentimiento de que voy a ser uno de los primeros en caer y que me pegarán un
balazo en la barriga.
El subteniente Marinito Grandoli, el abanderado de 17
años del “Batallón 1 de Santa Fe” que tendría el honor de ser el primero en
intentar escalar la trinchera, escribía a su madre: Mamá: Mañana seremos diezmados por lo paraguayos, pero yo he de saber
morir por la bandera que me dieron.
Ese 21, que presagiaba también la entrada a una primavera
cargada de sol, el capitán Domingo Faustino Sarmiento, de 21 años, escribía también a su madre una carta sublime
de patriotismo, en la que anticipaba la gloria, el honor y el sacrificio que muchos
de sus compañeros empeñarían horas más tarde:
Querida vieja: La
guerra es un juego de azar, puede la fortuna sonreír o abandonar al que se expone
al plomo enemigo. Si las visiones, que nadie llama y que ella solas vienen a
adormecer las duras fatigas, dan la seguridad en la vida que ellas pintan; si
la ambición de un destino brillante, que yo me forjo, son bastantes para dar
tranquilidad, el ánimo serenado por la santa misión de defender a su patria, yo
tengo fe en mí, fe firme y perpetua en m camino. ¿Qué es la fe?. No puedo
explicármelo, pero me basta. Más, si lo que tengo por presentimientos son
ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaytí, o de Humaitá,
no sientas mi pérdida al punto de sucumbir bajo la pesadumbre de dolor. Morir
por su patria, es dar a nuestro nombre un
brillo que nadie borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer, que
cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las
madres argentinas transmitirán a las generaciones, el legado de la abnegación y del sacrificio.
Pero dejemos aquí estas líneas, que un exceso de cariño me hace suponer, ser letras póstumas que te dirijo.
P/D Septiembre, 22
de 1866. Son las 10. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón.
¡Salud mi madre!
En la tienda del médico Caupolicán Molina, de 33 años,
que moriría durante la Epidemia de Fiebre Amarilla de 1871 en Buenos Aires, esa
mañana del 22, estaban reunidos para
tomar un ligero alimento varios jefes de unidades: Manuel Roseti, del 1 de
Infantería; Alejandro Díaz, 3 de Infantería; Manuel Fraga, del 4 de
Infantería; Luís Maria Campos, 6 de
Infantería; y Juan Bautista Charlone, de
la Legión Militar. En un momento dado de la charla, el coronel Fraga aseguró a
sus compañeros que ese día iba a morir. Sucesivamente los demás jefes confirmaron
los mismos presagios.
A las once y media de la mañana del 22, el general
Bartolomé Mitre, al comando de 20.000 hombres, ordena el ataque a Curupaytí.
Ocho mil argentinos y brasileños quedaran sin vida en el lodazal.
El historiador Juan Beverina comenta: Las defensas
accesorias que cubrían las obras de fortificación y el mortífero fuego hecho
por los paraguayos, totalmente abrigados detrás de sólido parapeto, esterilizan
los violentos y repetidos asaltos de los argentinos y brasileños, que no logran
penetrar en las obras del enemigo a pesar del temerario arrojo de los jefes y
de la tropa.
El general Ignacio Fotheringham evoca el primer momento: (…) Jamás vi un desfile tan brillante ni más
importante que el de esa mañana fatal. Van al asalto de trincheras formidables
e inexpugnables, y marchan con la frente alta. La mirada bravía y con el aire
marcial de los vencedores. (…)Las banderas flotan al impulso de la brisa
matutina, confundiendo sus hermosos colores con el del cielo, límpido y
diáfano, como para no dejar de hacer juego con las fajas celestes y blancas del
símbolo de la Patria.
El coronel Juan
Crisóstomo Centurión, del ejército del Paraguay, anota que entonces: Las bombas, las balas rasas y metralla que
vomitaban los cañones de nuestra posición, abrían sendos claros en sus
columnas, cayendo al suelo por Compañías enteras como juguetes de plomo. Se veía
saltar por los aires en revuelta confusión,
hombres hechos pedazos, armas, fajinas y escaleras de las que iban
provistos para el asalto; y telones de charcos de agua mezclada con sangre que
hacían levantar los proyectiles. (…)Sin embargo continuaban su marcha las
columnas hasta llegar destrozadas cerca de nuestra trinchera principal. (…)Allí
caían al borde del foso y algunos dentro de este, víctimas de los fuegos
cruzados de nuestros cañones.
El general José Ignacio Garmendia, al decir de Isidoro
Ruiz Moreno, nos dejó imágenes indelebles: (…) A diez metros fusilan a mansalva a nuestros soldados, los tacos de sus
cañones los derriban y el humo los ahoga como una atmósfera del infierno. Algunos han conseguido abrirse
paso por los espinosos troncos a fuerza de ímprobos trabajos y temerario
arrojo; llegan al gran foso, exhaustos de fatiga, el sudor chorreando por
aquellos nobles rostros tostados por el sol de las batallas sus ropas hechas
jirones. (…)¡Oh, terrible desengaño!; las escaleras no alcanzan, el inmundo
foso tiene cuatro metros de profundidad y otros tantos de ancho y en el último
esfuerzo de aquella ardiente desesperación, intentan salvarlo y caen para no
levantarse más, sumergidos en la
negruzca agua de abismo y muerte.
En una de sus cartas, el capitán Francisco Seeber
escribe: El suelo estaba teñido con la
sangre. El agua enrojecida por la que abundante corría de los cuerpos de miles
de muertos y heridos. Los ayes de los que sufrían dolores agudos, con el tronar
incesante de los cañones enemigos que aumentaban el número de las bajas, los Batallones en esqueleto
y deshechos, daban al conjunto un aspecto pavoroso.
El general Garmendia continúa: Vi a Sarmiento muerto, conducido en una manta por cuatro soldados
heridos; aquella faz lívida, lleno de lodo,
tenía el aspecto brutal de la muerte.
El historiador Isidoro Ruiz Moreno escribe que: El jefe de la IV División, coronel Antonio
Susini, se paseaba con la bandera, y al avistar los refuerzos les gritó; “¡ya
ven compañeros todos han muerto y yo no puedo morir!
A las cuatro de la tarde, el general Mitre ordenó la
retirada.
Al día siguiente - asienta el teniente coronel George Thompson, el ingeniero inglés
constructor de la trinchera - cuando el enemigo se retiró, López ordenó al
Batallón 12 que saliera de la trinchera a recoger armas y los despojos, y
además de esto se hizo una verdadera masacre con todos los heridos: le
preguntaban si podía caminar y los que contestaban que no, era asesinados
inmediatamente. Fueron rematados a tiros o bayonetazos, despojados de sus
uniformes y pertenencias.
Los presagios se habían cumplido: Fraga, Roseti,
Alejandro Díaz, Charlone, Marianito Grandoli, Dominguito Sarmiento, estaban
muertos.
Nabor Segundo Córdoba, hijo del gobernador de la
provincia de Córdoba, de 23 años; Lucio Salvadores, 2º jefe del Batallón 3 de
Guardias Nacionales de Entre Ríos; Francisco Paz, hijo del vicepresidente de la
Nación, Marcos Paz; el capitán y periodista Pedro Nicolorich, Mariano Márquez,
Timoteo Calibar del Batallón Córdoba y centenares y centenares de anónimos soldados, ofrendaron sus vidas por la Patria
en el lodazal de Curupaytí- Otros miles de heridos pudieron contar sobre la
gloriosa y terrible jornada, entre ellos el teniente 1º Cándido López y el coronel
Ignacio Rivas, que perdieron sus manos derechas.
Escribía el general Garmendia, que al contemplar desolado el arribo de los muertos y heridos a Curuzú,
advirtió la presencia de Martín Viñales,
del 1º Batallón de Santa Fe. Garmendia
compungido, le preguntó si estaba herido, a lo que Viñales contesto: No es nada, apenas un brazo menos, la patria
merece más.
(…)Era interminable
aquella procesión de harapos sangrientos, entre los que iba Darragueira sin
cabeza; de moribundos, de héroes inquebrantables, de armones destrozados, de piezas
sin artilleros, de caballos sin atalaje; los viejos y jóvenes Batallones en
fragmentos, los vivos mezclados con los muertos, los muertos balanceando sus
brazos al son del paso de los conductores o mostrando terribles heridas.
El mismo José Ignacio
Garmendia epiloga: Vi salir a un soldado
cubierto de lodo. Venía solo, agobiado de fatiga. Su paso era pesado y
vacilante, caminaba demostrando el cansancio angustioso del día. Conducía una
enseña despedazada, sucia, ennegrecida, con una borla cortada de un balazo. En
su rostro sudoroso, velado por una
expresión sombría, indescriptible, se escondían dos ojos enérgicos inyectados
de sangre. Revelaba algo de feroz aquella cara africana. Cuando estuvo próximo
se echó el kepí hacía atrás, y haciendo vibrar el estandarte con gallardía, nos
lanzó una altiva mirada y gritó, como si fuera el vencedor del infortunio – ¡Yo
soy el soldado Carranza del 1º de Línea y ésta es su bandera!
Con el grito del soldado del 1º de Línea, se había
terminado de escribir una de las páginas más gloriosas del Patriotismo y el
Sacrificio Argentino.
La única injusticia, la única iniquidad de las
generaciones en marcha, sería olvidar a los muertos gloriosos, a esos, que
equivocados historiadores desvirtúan, empequeñecidos por falsas ideologías que
no le interesan a la Patria.
La iniquidad, sería ignorar a esos a quienes el soldado Carranza sigue protegiendo con su
bandera despedazada.
Carlos Horacio Bruzera
Miércoles 19 de septiembre, en Buenos Aires.