20 de Junio - Día de la Bandera Argentina

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA GLORIA Y LA MUERTE ESPERABAN EN PRIMAVERA - Curupaytí - por Carlos Horacio Bruzera CURUPAYTÍ


                    

Después de cinco días de lluvia ininterrumpida, ese 21 de septiembre de 1866, al sur del Paraguay, a escasa distancia del río, había escampado.
Desde la avanzada de Curuzú, la trinchera tremenda se asomó entonces, mostrando el escenario donde ocurriría el “Asalto a Curupaytí”, la derrota más gloriosa y más sangrienta de las armas argentinas en toda su historia.´
En las líneas argentinas, las vísperas se cubrieron de mortales presagios: El coronel Manuel Roseti manifestaba en su carpa a varios oficiales: Compañeros, mañana vamos a ser derrotados. Los paraguayos están fuertemente atrincherados. Tengo el presentimiento de que voy a ser uno de los primeros en caer y que me pegarán un balazo en la barriga.
El subteniente Marinito Grandoli, el abanderado de 17 años del “Batallón 1 de Santa Fe” que tendría el honor de ser el primero en intentar escalar la trinchera, escribía a su madre: Mamá: Mañana seremos diezmados por lo paraguayos, pero yo he de saber morir por la bandera que me dieron.
Ese 21, que presagiaba también la entrada a una primavera cargada de sol, el capitán Domingo Faustino Sarmiento, de 21 años,  escribía también a su madre una carta sublime de patriotismo, en la que anticipaba la gloria, el honor y el sacrificio que muchos de sus compañeros empeñarían horas más tarde:
Querida vieja: La guerra es un juego de azar, puede la fortuna sonreír o abandonar al que se expone al plomo enemigo. Si las visiones, que nadie llama y que ella solas vienen a adormecer las duras fatigas, dan la seguridad en la vida que ellas pintan; si la ambición de un destino brillante, que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad, el ánimo serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo fe en mí, fe firme y perpetua en m camino. ¿Qué es la fe?. No puedo explicármelo, pero me basta. Más, si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupaytí, o de Humaitá, no sientas mi pérdida al punto de sucumbir bajo la pesadumbre de dolor. Morir por su patria, es dar a nuestro nombre un  brillo que nadie borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer, que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas transmitirán a las generaciones,  el legado de la abnegación y del sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas, que un exceso de cariño me hace suponer,  ser letras póstumas que te dirijo.
P/D Septiembre, 22 de 1866. Son las 10. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Salud mi madre!

En la tienda del médico Caupolicán Molina, de 33 años, que moriría durante la Epidemia de Fiebre Amarilla de 1871 en Buenos Aires, esa mañana del 22,  estaban reunidos para tomar un ligero alimento varios jefes de unidades: Manuel Roseti, del 1 de Infantería; Alejandro Díaz, 3 de Infantería; Manuel Fraga, del 4 de Infantería;  Luís Maria Campos, 6 de Infantería;  y Juan Bautista Charlone, de la Legión Militar. En un momento dado de la charla, el coronel Fraga aseguró a sus compañeros que ese día iba a morir. Sucesivamente los demás jefes confirmaron los mismos presagios.

A las once y media de la mañana del 22, el general Bartolomé Mitre, al comando de 20.000 hombres, ordena el ataque a Curupaytí. Ocho mil argentinos y brasileños quedaran sin vida en el lodazal.
El historiador Juan Beverina comenta: Las defensas  accesorias que cubrían las obras de fortificación y el mortífero fuego hecho por los paraguayos, totalmente abrigados detrás de sólido parapeto, esterilizan los violentos y repetidos asaltos de los argentinos y brasileños, que no logran penetrar en las obras del enemigo a pesar del temerario arrojo de los jefes y de la tropa.
El general Ignacio Fotheringham evoca el primer momento: (…) Jamás vi un desfile tan brillante ni más importante que el de esa mañana fatal. Van al asalto de trincheras formidables e inexpugnables, y marchan con la frente alta. La mirada bravía y con el aire marcial de los vencedores. (…)Las banderas flotan al impulso de la brisa matutina, confundiendo sus hermosos colores con el del cielo, límpido y diáfano, como para no dejar de hacer juego con las fajas celestes y blancas del símbolo de la Patria.
El coronel  Juan Crisóstomo Centurión, del ejército del Paraguay, anota que entonces: Las bombas, las balas rasas y metralla que vomitaban los cañones de nuestra posición, abrían sendos claros en sus columnas, cayendo al suelo por Compañías enteras como juguetes de plomo. Se veía saltar por los aires en revuelta confusión,  hombres hechos pedazos, armas, fajinas y escaleras de las que iban provistos para el asalto; y telones de charcos de agua mezclada con sangre que hacían levantar los proyectiles. (…)Sin embargo continuaban su marcha las columnas hasta llegar destrozadas cerca de nuestra trinchera principal. (…)Allí caían al borde del foso y algunos dentro de este, víctimas de los fuegos cruzados de nuestros cañones.
El general José Ignacio Garmendia, al decir de Isidoro Ruiz Moreno, nos dejó imágenes indelebles: (…) A diez metros fusilan a mansalva a nuestros soldados, los tacos de sus cañones los derriban y el humo los ahoga como una atmósfera  del infierno. Algunos han conseguido abrirse paso por los espinosos troncos a fuerza de ímprobos trabajos y temerario arrojo; llegan al gran foso, exhaustos de fatiga, el sudor chorreando por aquellos nobles rostros tostados por el sol de las batallas sus ropas hechas jirones. (…)¡Oh, terrible desengaño!; las escaleras no alcanzan, el inmundo foso tiene cuatro metros de profundidad y otros tantos de ancho y en el último esfuerzo de aquella ardiente desesperación, intentan salvarlo y caen para no levantarse más, sumergidos en  la negruzca agua de abismo y muerte.
En una de sus cartas, el capitán Francisco Seeber escribe: El suelo estaba teñido con la sangre. El agua enrojecida por la que abundante corría de los cuerpos de miles de muertos y heridos. Los ayes de los que sufrían dolores agudos, con el tronar incesante de los cañones enemigos que aumentaban el  número de las bajas, los Batallones en esqueleto y deshechos, daban al conjunto un aspecto pavoroso.
El general Garmendia continúa: Vi a Sarmiento muerto, conducido en una manta por cuatro soldados heridos; aquella faz lívida, lleno de lodo,  tenía el aspecto brutal de la muerte.
El historiador Isidoro Ruiz Moreno escribe que: El jefe de la IV División, coronel Antonio Susini, se paseaba con la bandera, y al avistar los refuerzos les gritó; “¡ya ven compañeros todos han muerto y yo no puedo morir!
A las cuatro de la tarde, el general Mitre ordenó la retirada.
Al día siguiente - asienta el teniente coronel George Thompson, el ingeniero inglés constructor de la trinchera -  cuando el enemigo se retiró, López ordenó al Batallón 12 que saliera de la trinchera a recoger armas y los despojos, y además de esto se hizo una verdadera masacre con todos los heridos: le preguntaban si podía caminar y los que contestaban que no, era asesinados inmediatamente. Fueron rematados a tiros o bayonetazos, despojados de sus uniformes y pertenencias.

Los presagios se habían cumplido: Fraga, Roseti, Alejandro Díaz, Charlone, Marianito Grandoli, Dominguito Sarmiento, estaban muertos.
Nabor Segundo Córdoba, hijo del gobernador de la provincia de Córdoba, de 23 años; Lucio Salvadores, 2º jefe del Batallón 3 de Guardias Nacionales de Entre Ríos; Francisco Paz, hijo del vicepresidente de la Nación, Marcos Paz; el capitán y periodista Pedro Nicolorich, Mariano Márquez, Timoteo Calibar del Batallón Córdoba y centenares y centenares de anónimos  soldados, ofrendaron sus vidas por la Patria en el lodazal de Curupaytí- Otros miles de heridos pudieron contar sobre la gloriosa y terrible jornada, entre ellos  el teniente 1º Cándido López y el coronel Ignacio Rivas, que perdieron sus manos derechas.
Escribía el general Garmendia, que  al contemplar desolado  el arribo de los muertos y heridos a Curuzú, advirtió la presencia  de Martín Viñales, del  1º Batallón de Santa Fe. Garmendia compungido, le preguntó si estaba herido, a lo que Viñales contesto: No es nada, apenas un brazo menos, la patria merece más.
(…)Era interminable aquella procesión de harapos sangrientos, entre los que iba Darragueira sin cabeza; de moribundos, de héroes inquebrantables, de armones destrozados, de piezas sin artilleros, de caballos sin atalaje; los viejos y jóvenes Batallones en fragmentos, los vivos mezclados con los muertos, los muertos balanceando sus brazos al son del paso de los conductores o mostrando terribles heridas.
 El mismo José Ignacio Garmendia epiloga: Vi salir a un soldado cubierto de lodo. Venía solo, agobiado de fatiga. Su paso era pesado y vacilante, caminaba demostrando el cansancio angustioso del día. Conducía una enseña despedazada, sucia, ennegrecida, con una borla cortada de un balazo. En su rostro sudoroso,  velado por una expresión sombría, indescriptible, se escondían dos ojos enérgicos inyectados de sangre. Revelaba algo de feroz aquella cara africana. Cuando estuvo próximo se echó el kepí hacía atrás, y haciendo vibrar el estandarte con gallardía, nos lanzó una altiva mirada y gritó, como si fuera el vencedor del infortunio – ¡Yo soy el soldado Carranza del 1º de Línea y ésta es su bandera!

Con el grito del soldado del 1º de Línea, se había terminado de escribir una de las páginas más gloriosas del Patriotismo y el Sacrificio Argentino.
La única injusticia, la única iniquidad de las generaciones en marcha, sería olvidar a los muertos gloriosos, a esos, que equivocados historiadores desvirtúan, empequeñecidos por falsas ideologías que no le interesan a la Patria.
La iniquidad, sería ignorar a esos a quienes  el soldado Carranza sigue protegiendo con su bandera despedazada.


                                                                   Carlos Horacio Bruzera
                                                          Miércoles 19 de septiembre, en Buenos Aires.
                                                          

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