jueves, 5 de julio de 2007

Guillermo Wiede - El Palacio de Septiembre





El Palacio de Septiembre - Guillermo Wiede - (Fragmento del Capítulo III Libertad, Igualdad, Fraternidad)

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¡”Chécale”!

Con ese nombre apareció el primer número de nuestra revista ese año de 1953, con el impulso fervoroso de nuestro activo Vice Director –La Loca- y algunos muchachos que le eran próximos, S., Papelotas, el Mono, el Tigre, el Mocho P., Pincho, Chalana y algunos más.
Papelotas y S (algunos fraternales nunca tuvieron un apodo que realmente les pegara; se desembarazaban fácilmente de él y recobraban su apellido –los nombres de pila no se usaron hasta mucho más tarde, cuando nos volvimos algo civilizados y afectuosamente respetuosos-) eran importantes puntales de la redacción a la que sumaban semblanzas, cuentos y poemas; el Mono era el dibujante. En esos primeros números La Loca escribía una especie de editorial o artículo de tapa; se publicaban trozos de algún pensador o poeta, una página histórica que transcribía actas, informes, cartas , balances y otros actos de los Fundadores, allá lejos, en el remoto siglo XIX.
Siempre que lo recuerdo vuelve a parecerme algo notable; la historia, lo que venía a ser la historia de nuestra Casa y que a través de sentimientos complejos se iba volviendo nuestra historia, estaba ahí, a la mano, en los archivos que se conservaban íntegros; bastaba abrir un cajón, un escritorio de tapa con llave, un simple armario vidriado para encontrar las comunicaciones, notas, cartas, pedidos a instituciones, ministerios y gobiernos provinciales y sus respuestas con sellos en relieve y letras de calígrafos; libros de actas, libros de cuentas, escrituras, copias de testamentos y legados. Todo reposaba allí, íntegro, en esa verdadera edad de Oro en que nosotros, nosotros y nuestra Casa –como predicó Heidegger del Ser- estábamos próximos a nuestro Origen; día a día descubríamos nuevas circunstancias y factores de “nuestro” nacimiento
Me he preguntado por mucho tiempo (sí, también ahora) por qué esa historia, en realidad una aventura ajena y tan anterior a nosotros se iba volviendo nuestra historia; esto configuraba una visible paradoja cronológica y existencial.
A lo largo de los años me he aprovisionado de dos respuestas posibles que me convencen de una manera que –salvas sean las distancias y que Spangenberg y Barroetaveña y toda la ciencia de Don Martín Doello Jurado me asistan-me atreveré a juzgar complementarias, al modoen que a partir de Louis de Broglie se consideró por excelencia el fenómeno llamado luz, y los científicos combinaron de ese modo las enfrentadas teoría “corpuscular y “ondulatoria”. Encabalgaré mis “pequeñas teorías” como sigue.
1) Para nosotros La Fraternidad constituía –entre muchas otras cosas-el nido de un cierto linaje de hombres; de manera que además de la familia de la propia sangre habíamos ingresado a una cofradía (religión, liturgia y conjura incluidas) a la que aquellos hombres habían pertenecido. Nosotros, pues, descendíamos de ellos, a la manera en que se dice por ejemplo que el Papa “desciende” de Pedro, Nixon de…Abraham Lincoln, o …el Ayatollah Khomeini de Zaratustra; y se podría ilustrar con muchos otros “exemplos” como ésos…(nosotros creíamos, ingenuamente, que debíamos alguna fidelidad a nuestros antepasados).
2) Esa historia de la Fraternidad, los Fundadores y los abanderados vitalicios de su existencia, eran una suerte de arqueología de nosotros mismos. Pero no de lo que éramos en esa época, sino de lo que íbamos a llegar a ser. No habíamos conocido a Zubiaur, ni a Ugarteche, ni a Pietranera, ni a Bartolomé Vasallo, ni a Antonio Sagarna; y aunque éramos imberbes y torpes, desprolijos, ignorantes, groseros, egoístas, mocosos, pedorreros y camorristas, irresponsables y alguna otra cosa, nos asomábamos a sus retratos y a sus viejos documentos, sus hazañas y sus recuerdos con la absoluta confianza con que el pequeño nieto embadurna con mermelada los pantalones del augusto abuelo bajo su mirada complacida; ellos eran nuestro espejo del futuro; como ellos, íbamos a realizar cosas magníficas y nobles.
Lo mejor del Chécale era la fratergrafía, mordáz, y sabrosa semblanza de alguno de los internos. Las notables caricaturas del eximio Mono iban acompañadas de un inseparable retrato textual, tan caricaturesco como los dibujos. El mismo Mono era autor de una historieta titulada Don Chécale. Yo le profesaba una admiración basada en tres pilares: su gran talento como dibujante; su excelente físico y agilidad de movimientos que lo habían convertido en una de las estrellas de Estudiantil Fraternal; y por último (¡pero no menor!), el hecho de que hubiese obtenido los favores de cierta morochita muy atractiva que formaba parte del equipo de las señoras del sótano, según se rumoreaba en coros de la más genuina envidia. A todos esos méritos sumaba un carácter afable y generoso. De manera que yo, que contra toda lógica y razón pretendía dibujar, fui llamado –después de fastidiosos ruegos de mi parte- a colaborar en la revista con una segunda historieta que se llamó Checalín y pretendía emular a la otra.. El tal Checalín era una especie de niño ocurrente y disparatado; pero los chistes rara vez provocaban risa, en parte por su ingenuidad pero en mayor medida porque los dibujos eran muy malos. El Califa –que en su hora mereció una picante fratergrafía- descargaba sus malignas burlas sobre mis ínfulas artísticas; ,me perseguía con la revista en la mano y me exigía que le explicara cuadro a cuadro la historieta, haciendo gestos de duda o dificultad como si se tratara de la teoría de la relatividad; si yo buscaba sustraerme a esta broma cruel decía: -¡No hay derecho, viejo! Yo lo pagué ¿no? Todavía no nos habíamos hecho amigos y cargarme (hoy es más común decir “gastar” o “gozar”) era uno de los pasatiempos favoritos. Hacernos con el tiempo grandes amigos no mejoró en mucho ésta parte del asunto.

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