20 de Junio - Día de la Bandera Argentina

lunes, 17 de julio de 2006

El Palacio de Septiembre

I
La casa color tormenta

Llovía.
A veces lloraba.
Llovió los dos días que mi padre permaneció en la ciudad.
El último, algunas horas antes de tomar el tren que lo llevaría de regreso a casa, él mismo tendió mi cama. Lo miré sin saber si se trataba de un gesto de despedida o de consuelo; quizás era un modo ejemplar de enseñarme cómo habrían de ser las cosas en el futuro...o mas sencillamente, cómo debía tenderse la cama. Escapé de esa incertidumbre ayudándolo en la labor con la torpeza propia de quien hasta ese momento lo ignoraba todo acerca de sábanas y colchones; era un mundo nuevo para aprender.
Ambos estábamos tristes y nos esforzábamos en disimularlo; recíprocamente lo que sentíamos y ocultábamos. De haberse desequilibrado la situación por uno u otro, sin duda se habría desencadenado un pequeño drama de lágrimas y reproches.
Aunque mi nostalgia del hogar se había visto muy aliviada con la sorpresiva aparición de mi antiguo compañero de primaria Nenuco, yo no estaba dispuesto a perdonarle tan facilmente a mi padre su terrible decisión de enviarme a estudiar lejos de mi casa; lejos de mi madre, en verdad, que era lo que me producía una pena indecible y un estado de extrañeza, de enrarecimiento en cuanto podía percibir a mi alrededor.
De pronto yo estaba solo en el mundo; y era como una muerte. O mas bien como uno de esos días de la infancia en que alguien había muerto en el vecindario, o en la familia de alguien de la escuela, y en los que yo me sentía terriblemente raro; entonces me aferraba a una melodía escuchada al pasar como a un ancla que pudiese sostenerme flotando en el tiempo, lejos de las vidas limitadas y las muertes arbitrariamente inexorables.
Pero esta vez no había melodía; la música había dejado de existir; me hundía sin remedio. Sin papá ni mamá, sin mis hermanos mayores, sin los amistosos y protectores vecinos de mi casa ,
¿ qué iba a ser de mí ?
¿ Acaso el Angel de la Guarda va a protegerte? me burlé sarcásticamente de mi puerilidad y mi desamparo.
Después que mi padre viajó de vuelta a casa, siguió lloviendo.
La Casa no estaba llena, ni mucho menos. Una veintena de muchachitos recorríamos repetídamente los anchos pasillos y claustros de una cuadra de largo; era imposible salir; se hablaba poco; en cambio se escuchaban profusamente toses, carraspeos y estornudos.
Advertí que algunos muchachos llevaban bufanda al cuello. No era una costumbre propia de mi pueblo; al menos no de mi medio social. Me pareció un rasgo de notable superioridad e inteligencia. ¿ Cómo a mis padres nunca se les había ocurrido proteger mi frágil garganta con un echarpe de bellos colores ?
Y al mismo tiempo, una febril manía comparativa me llevaba a creer que todos los que circulaban por esos ambientes interiores con bufandas rojas, verdes, castañas, a cuadros, de lanas crudas, con flecos o sin ellos, estyaban gravemente enfermos. Y puesto que había entrerrianos, pero también chaqueños, misioneros, formoseños, correntinos y de otras nacionalidades, llegué a la apresurada y contundente conclusión de que en esa casono todo el que llegaba, se enfermaba; estaba muy lejos el día en que habría de leer "La Montaña Mágica" de Thomas Mann, pero mi convicción me parecía fundada en una lógica perfecta; mis premisas mayores, menores e intermedias, se acoplaban y potenciaban unas a otras: 1º) En ese lugar llovía siempre. 2º) Los techos estaban a veinte metros de nuestras cabezas, lo que equivalía a andar a cielo abierto y el viento circulaba con gran libertad por pasillos y galerías. 3º) Las baldosas de los pisos despedían humedad hasta volver resbaladizas las escaleras. 4º) Todos tosían...
En suma: no había escapatoria. Y no me quedaban dudas; la cosa empezaría como un suave resfrío, seguiría con bronquitis o algo peor, y en seguida una buena tuberculosis.

Homenaje al Ingeniero GUSTAVO TORRESÁN (f), hijo del Fraternal Jorge Torresán

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