Por el Fraternal Eduardo Dañhel (Interno 1953 – 1955)
Dijo entonces Yavé:
“No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque es carne. Sus días serán, pues, ciento veinte años”.
“...Pasados los años, con sus permanentes visitas, fuuí conociendo a otro Florencio, al que pensaba en el más allá y quería saber si visitar una tumba era alterar el descanso del yacente (como alguien le dijo) o era participar de la paz....”
No son estas líneas para evocar a un Florencio López conocido y recordado en muchos dichos y escritos. Testimonios de cientos que lo frecuentaron dicen lo que fue. Y las coincidencias superan lo imaginado para una época donde es más fácil resaltar lo negativo.
No es así para este correntino que se ganó el respeto con las solas armas de hacer las cosas bien.
Ante tanta convergencia en destacar su vida de servicio prefiero no redundar, e imaginar, por lo mucho que lo conocí, cómo sería hoy con cien años viviendo, acatando el mandato de Yavé.
No es importante destacar, más que para mí en mi corazón, el superlativo grado de protección que me dispensó en mi algo más que niñez. Que me dispensaron. Ya que Esther fue la amable y cuidadosa responsable del control de calidad de lo que ocurría en Ñanderogamí.
Pasados los años, con sus permanentes visitas, fuí conociendo a otro Florencio, al que pensaba en el más allá y quería saber si visitar una tumba era alterar el descanso del yacente (como alguien le dijo) o era participar de la paz.
Por eso ahora imagino.
Lo veo trabajando en su escritorio, en pos de terminar su otro libro, cerca del hogar encendido, con un poncho coscoíno en las rodillas, disfrutando del imponente cuero curtido de lo que debió ser magnífico toro, que como alfombra en el piso solía utilizar para un especial descanso personal y de los recuerdos de andar sobre el, descalzo.
Ya su pecho no tiene el bombé de sus pulmones inflados, y sus ojos velados por la sabiduría ya no tienen la fiereza que en nuestra mocedad mostraba.
Tampoco su voz se impone. Gran actor de muchas lides sabe ahora que los decibeles bajos le dan la paternidad sobre cualquier tema, lo sepa o lo invente. Para eso son los años.
Conversar con el es ahora un ejercicio de ingenio, pues a la sapiencia natural del hombre que enfrentó el mundo en busca de más, le agregó el conocimiento que asimiló de los grandes maestros con que se rodeaba.
De las ciencias, de las leyes, de la poesía, de la música, de la doma. Hasta del trenzado de cueros. Maestros plateros. Todos maestros importantes para Florencio, que ahora, con cien años, tiene como agregado especial el conocimiento de los grandes maestros de la paciencia: Sus hijos niños fraternales.
Lo veo y lo escucho. Y me regocija. Ya no soy el pichicato de entonces, y así me ve, tanto como para ser mi amigo de otra manera y buscar conmigo el mejor camino para la paz.
Si es bueno o no, visitar ese lugar donde los huesos se guardan, y el espíritu pudiera, en una de esas, gritaría ¡pajarón!
Pero aún tiene veinte años más para encontrar la respuesta.
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